Manuel Guerrero Boldó,
“Todo producto es un cebo con el que el individuo trata de atraerse lo esencial de otra persona: su dinero. Toda necesidad, real o potencial, es una debilidad que hará caer al pájaro en la trampa”
Karl MarxActualmente, nociones como privatización o mercantilización están cobrando un protagonismo renovado en el contexto de crisis sistémica en el que nos encontramos. Sectores como la educación, la sanidad, la vivienda y los servicios públicos, así como el ámbito militar y el gubernamental, con la frecuente práctica de la externalización o subcontratación de servicios, se ven sometidos a estas lógicas capitalistas.
El fenómeno no es nuevo, es una condición necesaria para la construcción y/o consolidación del poder de clase. Sin embargo, tal como señala David Harvey, “solemos reducir el problema de la acumulación por desposesión a la incapacidad para aplicar, poner en práctica y regular satisfactoriamente el comportamiento de los mercados” [1].
En los siglos que nos preceden, el hombre y la naturaleza pasaron a denominarse fuerza de trabajo y tierra respectivamente para ser acogidos en el mercado. Como apuntaba Karl Polanyi, el hombre ya podía comprarse y venderse universalmente a un precio llamado salario. Por su parte, el uso de la tierra comenzó a mercantilizarse con un precio llamado renta. Se creó la ficción de que la mano de obra y la tierra se producían para ser vendidas; todo ello iniciado por medios coercitivos y extralegales en un proceso enunciado por Marx como “acumulación originaria”. En éste se fundó el divorcio entre los medios de producción y los productores directos. Las tierras comunes se verían parceladas, cercadas (enclosure) y enajenadas en el mercado mediante el despojo a unos campesinos que se vieron obligados a abandonar la tierra (su medio de producción) y a vender su fuerza de trabajo por un salario en este nuevo mercado dedicado a la mano de obra.
En el siglo XIX, las clases medias eran portadoras de unos intereses comerciales que fundamentaron la incipiente economía de mercado. Dichos intereses coincidían con la necesidad y el deseo general de producción y creación de empleo; lo que hacía pensar en un círculo virtuoso de expansión de los negocios, generación de empleo para todos y rentas para los propietarios. Sin embargo, aspectos como la explotación en el trabajo, la contaminación y la deforestación, la destrucción de las costumbres, el deterioro de la calidad de vida, etc., no eran tenidos en cuenta más allá del cálculo de las ganancias. El liberalismo económico se comenzó a imponer como principio organizador de la sociedad desde la creencia casi mística en la merced global de aquéllas.
Mediante la acumulación por desposesión, los trabajadores y trabajadoras y su antiguo medio de producción, la tierra, serían explotados libremente por el capital. Estas formas de desposesión, que fueron cruciales para la creación del capital, no se detuvieron aquí, se han perfeccionado y han sido protagonistas hasta nuestros días.
Por citar algunos ejemplos: colonialismo, neocolonialismo basados en la apropiación de activos (en muchos casos, recursos naturales), el acaparamiento de tierras, la práctica de los desahucios o el programa político e intelectual inspirador del giro neoliberal de los años setenta del siglo XX que nos afecta hoy; expresado con gran lucidez por Lewis F. Powell en su “Memorándum confidencial: Ataque al sistema americano de libre empresa” para la Cámara de Comercio de EEUU. Rescatar algunas de sus líneas, puede resultar esclarecedor: “[…] Hay que reconocer honestamente que los hombres de empresa no han sido enseñados o equipados para conducir guerras de guerrillas contra quienes realizan propaganda contra el sistema y buscan insidiosa y constantemente sabotearlo. […] Pero no se debe posponer la acción política más directa, a la espera de que el cambio gradual en la opinión pública se efectúe a través de la educación y la información. El mundo empresarial debe aprender una lección aprendida hace mucho tiempo por los trabajadores y otros grupos de presión.
La lección es que el poder político es necesario; que ese poder debe ser cultivado con perseverancia, y que, cuando sea necesario, se debe usar con agresividad y determinación –sin vergüenza y sin la renuencia que ha sido tan característica del mundo empresarial estadounidense. […] No debería haber ninguna vacilación en atacar a los Naders, los Marcuses y otros que persiguen abiertamente la destrucción del sistema. No debería haber el menor titubeo para presionar con fuerza en todos los ámbitos políticos para que se apoye al sistema empresarial. Tampoco debería haber renuencia en sancionar políticamente a quienes se le oponen” [2].
No cabe duda de que, con la ventaja que nos da el paso de los años, este llamamiento a la lucha de clases, se podría llegar a calificar casi de profético. Actualmente, se ven amenazadas con la disminución o supresión, varias formas de propiedad común como la educación, el sistema público de pensiones o la sanidad.
Estos son algunos ejemplos de actualidad en los procesos de acumulación por desposesión que se promocionan desde el Estado gracias a su monopolio en la definición de la legalidad o el uso de la violencia. Llegado el caso, estos procedimientos pueden ser legitimados/respaldados, también, por instituciones supranacionales. El endeudamiento y el uso del sistema de crédito como otro contundente instrumento de acumulación por desposesión, se ha mostrado con toda su crudeza en la exigencia alemana de privatización parcial del puerto del Pireo y de los 14 aeropuertos regionales como condición al tercer rescate de Grecia.
No debemos olvidar una máxima defendida por Milton Friedman y la mayoría de los economistas neoclásicos: “a cada uno de acuerdo con lo que producen él y los instrumentos que posee”. El problema de esta afirmación reside en que, en el capitalismo, los poseedores de los medios de producción son, normalmente, distintos a quienes los manejan.
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Notas
[1] David HARVEY: Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo, IAEN, Madrid, 2014, p. 72.