domingo, 4 de octubre de 2015

El pintor noruego Edvard Munch (1863-1944): Encuentro en el espacio

El Museo Thyssen-Bornemisza revisa en una amplia exposición la obra del artista noruego más allá de sus obras icónicas y, a la vez, la editorial Nórdica reúne en un volumen parte de su explosiva obra escrita
ANTONIO LUCAS
Madrid



Del pintor noruego Edvard Munch (1863-1944) sabemos que le robó el grito al gran silencio y que la mala fortuna le hizo sombra desde la infancia (huérfano de madre, de hermana): "Enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles que rondaron mi cuna". Su pintura alcanzó el punto de combustión en un expresionismo que no quiso ser inocente (que no pudo serlo), venía de la impaciencia pura del que le exige a la vida más metralla. En la familia sólo quedaron el joven aprendiz de pintor y un padre abducido por una fe radical: "Mi padre tenía un carácter sumamente nervioso, además estaba tan obsesionado con la religión, era psiconeurótico. De él heredé la semilla de la maldad. El miedo, la pena y la muerte estuvieron a mi lado desde el día que nací". Así comienza todo, sometido a muchos vaivenes inestables.

Ha pasado a la historia por una imagen, aunque en Munch hay más que El grito. En Munch están los paisajes vueltos neurosis, la soledad de una mujer desmadejada con un fondo de ceniza, dos seres que se besan fieramente porque ya no cabe entre ellos más que el abrazo o la intemperie. En Munch hay más, sí. Mucha pintura de matices y el largo convoy de su escritura. Porque Munch escribía con pulsión caníbal: cartas, postales, telegramas, mensajes en cualquier papel, poemas, anotaciones de un diario, artículos de periódico, listas de la compra... En esa montaña de folios y retales se aloja un ideario vital y estético nada ahorrativo y muy descuidado, pero necesario para asimilar algunas de sus propuestas.

Encuentro en el espacio


Los destinos humanos son como los planetas. Como una estrella que aparece en la oscuridad y se encuentra con otra estrella, reluce un instante para luego volver a desvanecerse en la oscuridad, así se encuentran un hombre y una mujer, se deslizan el uno hacia el otro, brillan en un amor, llamean, y desaparecen cada uno por su lado. Sólo unos pocos se encuentran en una gran llamarada en la que ambos pueden unirse plenamente.

Sucede que no es posible entender la parada salvaje de la pintura de Munch sin sus textos. Y sucede también que su pintura es la punta de enigma de su escritura. Estos escritos conforman una galaxia cerrada donde no siempre es posible acceder hasta el fondo. De ahí que la muestra que inaugura el próximo martes el Museo Thyssen-Bornemisza, Edvard Munch. Arquetipos, la más amplia dedicada al artista en Madrid desde 1984 (acoge 80 obras), venga con un complemento a modo de brújula, el bello volumen donde la editorial Nórdica reúne algunos de los textos de Munch con el título de El friso de la vida, aliñado conimágenes de obras que fueron antes poema o que dieron paso después a los versos.

Munch escribe con los nervios. "El arte es lo contrario/ de la naturaleza (...) Una obra de arte sale únicamente/ de las profundidades/ del ser humano". Edvard Munch pinta como un grito esencial del nuevo siglo. Viene del simbolismo para llegar al centro de una expresión propia donde el amor, la naturaleza y la muerte toman sentido de otro modo. Sus trabajos llegan muy pronto a convertirse en aliados de la obsesión. Repite temas, modelos, espacios. Es como si fuese arañando la tierra parte a parte para buscar no se sabe qué, pero buscar. "El arte surge de la compulsión del ser humano de comunicarse", escribió.

"La apuesta de esta exposición es comprender a Munch desde el conjunto de su obra y no sólo por sus iconos", sostiene Paloma Alarcó, responsable de la muestra. No estarán en Madrid ninguna de las cuatro versiones que realizó de El grito (tres en colecciones de Noruega y otra en manos privadas, adquirida en una subasta de 2012 por 80 millones de euros. No se prestan nunca). Pero lo que exhibe el Thyssen da cuenta de un creador convulso más allá de lo conocido. Incluso a veces, de lo aceptable.

Autorretrato

De mi cuerpo putrefacto surgirán las flores. Y yo estaré en ellas. La eternidad.

La oscuridad, el sexo perturbador, la soledad, a inminencia de un abismo... Algo sucede por dentro de este hombre averiado. De algo nos advierte. "Se pinta precisamente/ porque uno no puede/ explicarse de otra manera". Estas confesiones las escribe Munch en sus cuadernos dándole a las frases estructura y cadencia de poema. Como queriendo tantear algo más allá de las palabras.

A pesar de tanto, no fue un tipo encerrado, ni un hermético, ni un estepario, sino un ser averiado que escapaba de sí mismo y de los otros para volver de nuevo a la ciudad, al grupo. Pronto se trasladó a París, donde Toulouse-Lautrec se convirtió en su faro de costa. Y después de untarse de París, y de Montmartre, y de alcoholes marchó a Berlín. Allí fijó su guarida entre 1892 y 1908. Sufrió. Sufrió mucho. Un dolor intenso. En Copenhague. Por una mujer. El doctor Jacobsen le salvó al ordenar su ingreso en un psiquiátrico donde no dejó de pintar, con toda la abundancia de los seres exiliados de sí mismos. "Hay una batalla que tiene lugar entre hombres y mujeres. Muchas personas lo llaman amor", escribió.

No resulta fácil sobreponerse a El grito. Diríamos que es la raíz de una obra, de una existencia bien dotada de preguntas y de espantos que se sintetizan en esa pieza. Podría ser el autorretrato colectivo de un tiempo convulso. La imagen que sólo ven con nitidez aquellos que no esquivan los demonios. Él lo explica mejor: "Caminaba con dos amigos por la carretera; entonces se puso el sol. De repente el cielo se volvió de un rojo sanguinolento, y sentí un estremecimiento de tristeza. Un angustioso dolor me oprimía el pecho. Me detuve, me apoyé en la valla, increíblemente cansado -lenguas de fuego y sangre se extendían sobre el fiordo negro azulado y sobre la ciudad. Mis amigos siguieron caminando, mientras yo me quedaba atrás, temblando aterrorizado- y sentí el grito inmenso, infinito de la naturaleza". Lo pintó meses después de abandonar el sanatorio mental, en 1893.

El grito

Paseaba por el Camino con dos amigos cuando se puso el sol. De pronto el cielo se tornó rojo sangre. Me paré, me apoyé sobre la valla extenuado hasta la muerte. Sobre el fiordo y la ciudad negros azulados la sangre se extendía en lenguas de fuego. Mis amigos siguieron y yo me quedé atrás temblando de angustia y sentí que un inmenso grito infinito recorría la naturaleza.

La biografía de Munch es una combinación de certezas y desalojos de la razón.Vivió dos guerras mundiales, supo del éxito, de la amistad, de todo aquello que da al hombre contorno de hombre. Pero se hizo en el arte muy a solas. También en la escritura. Algunos cuadros de los que el Thyssen aloja dan cuenta de ese hombre expandido hacia lugares psíquicos incalculables a pesar de la concentración: La niña enferma, Madre e hija, Mujer vampira en el bosque o el desesperanteDesnudo femenino de rodillas. Una pieza con algo de fulminante. Y dice: "En mi arte he tratado de explicar a mí mismo la vida y su significado. También he tratado de ayudar a otros a clarificar sus vidas".

En las dos últimas décadas de su vida, con el acarreo de sus desastres, Edvard Munch trabajó bajo el impulso de una energía vitalísima. Pinta con una libertad extraordinaria. Es la etapa de madurez. Tiene ya la obra hecha. Ahora se permite abundar en sus demonios casi con algo de ajeno a sí mismo. "Yo no pinto lo que veo, pinto lo que vi". Esta frase supone una de las afirmaciones más extraordinarias del artista. No se trata de representar lo que se observa, sino de hacer exorcismo con el arte, de asumir la identidad y el propio camino hecho, buscarse en lo de anteayer como en el mismísimo lugar de la pureza.

Le gustaba decir que si Leonardo da Vinci pintaba almas, él las disecaba. Ante una pieza de Munch no está mecido por el desconcierto de alguien que ha pintado muy a solas, lejos al final de cualquier escuela, de cualquier vanguardia, de todo aquello que cobija a otros hombres. Sus formas y colores tienen al final rumores de fórmula repetida, pero a la vez una extrañeza que no se da de igual modo en ninguno de sus coetáneos. "Se me ha dado un papel único que desempeñar en esta tierra: que me ha dado una vida llena de enfermedad y mi profesión como artista. Es una vida que no contiene nada que se asemeje a la felicidad, y, además, ni siquiera el deseo de felicidad".

El beso


Dos labios ardientes contra los míos, el cielo y la tierra se desvanecieron y dos ojos negros miraron dentro de los míos.

Viejo y enfermo, Munch completó el ciclo de su existencia en el mismo territorio en que la empezó. Murió más o menos como había vivido: solo. En Noruega. Había convertido a la mujer en el centro de su espacio pictórico. También a la naturaleza. A veces venían a ser lo mismo. Hay mucho de estremecedor en su mirada. En el modo en que nos ha llegado. No sólo por los quiebros de la biografía, sino por la inclemencia que dispensa en su pintura, en sus textos. Es el arañazo de alguien que no se supo bien entendido. Tuvo éxito, pero le faltó calor. Nunca se sale ileso de la aventura de disecar las almas. De los otros. Y eso hizo. Hasta quebrar.

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