viernes, 30 de octubre de 2015

QUINTÍN BANDERA, ETERNO LUCHADOR POR LA LIBERTAD

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Por Pedro Antonio García | internet@granma.cu

Siempre fue de un temperamento rebelde y a la vez, un eterno luchador por la libertad. Apenas adolescente se rebeló contra la autoridad de sus mayores y se fue a navegar. Tras el grito de independencia de Céspedes en 1868, acudió al llamado de la pa­tria y se incorporó a la insurrección. Volvió a hacerlo en 1879, en la llamada Guerra Chiquita. Soportó la dura cárcel española, pero nunca pudieron doblegarlo. En el 95 se ciñó el ma­chete, montó su caballo y tras atra­vesar la Isla bajo el mando del general Antonio, no paró hasta abrevarlo en los riachuelos de Mantua, al otro extremo del país. A los 72 años, cuando un mal presidente cometió fraudes para reelegirse, marchó a la ma­ni­gua. Siempre en nombre de la libertad.

Al nacer en Santiago de Cuba el 30 de octubre de 1834, lo bautizaron como José Quintino Bandera Be­tan­court, pero para la historia y el pueblo cubano es y será el general Quin­tín. Cansado de caminar descalzo por los hornos de carbón, se enroló en un barco y atravesó el Atlántico por primera vez a los 17 años. Re­gre­só a Cuba en 1857 y trató de ganar­se la vida como albañil y jornalero agrícola.

EL MAMBÍ

El 1ro. de diciembre de 1868 se incorporó a la tropa de Donato Már­mol, con la cual inicia su amplio expediente de insurrecto. Participó en la Invasión a Las Villas (1875) y en la Protesta de Baraguá (1878). Como muchos otros patriotas, aceptó a regañadientes el cese de las hostilidades.

Por haberse ido a la manigua du­rante la Guerra Chiquita (1879-1880), España lo encerró en una prisión en Baleares. Muchos de los oficiales del Ejército español, a los que combatió en el campo de batalla, fueron a vi­sitarlo a la cárcel; la familia de uno de ellos lo atendió como si fue­ra de los suyos. Quintín, en la con­tienda, nun­ca maltrató a un prisionero pe­nin­sular y les respetaba la vida. Aun­que era inclemente con los cubanos traidores.

Indultado, regresó a Cuba en 1886. Nueve años después encabezó uno de los 35 gritos de independencia acaecidos durante el levan­tamiento simultáneo del 24 de fe­brero. Cuentan que en aquella gesta (1895-1898), dos columnas españolas se encontraron y una de ellas, al “Alto, quién vive”, respondió: “San Quin­tín”, pero los de la primera fuerza en­tendieron “Quintín” solamente, y se generalizó el tiroteo con muchos españoles muertos. Antonio Maceo, tras enterarse del suceso, solía bromear: “Yo, solo con el nombre del compadre Quintín, soy capaz de to­mar La Habana”.

Por sus méritos de guerra lo as­cendieron a general de división. Pero dado su temperamento rebelde y a ciertas indisciplinas cometidas, le quitaron el mando de tropa y le dejaron solo una pequeña escolta. Mas él convirtió ese puñado de combatientes en un destacamento aguerrido y continuó su batallar contra el colonialismo español.

EN LA NEOCOLONIA

Al cesar la dominación española, intentó regentear una fonda pero su carácter solidario no compaginaba con la rentabilidad del negocio y al querer darle de comer a todos sus antiguos compañeros de armas, que­­bró. Sumido en la pobreza, fue a ver al presidente Estrada Palma en bus­ca de un trabajo y este lo ofendió al ofrecerle una limosna. Tuvo que laborar como recogedor de basura y repartió jabones de muestra.

Comprendió que aquella república estaba muy lejana del ideal de Martí y Maceo. Sufrió en carne propia la discriminación racial cuando barberos se negaban a atenderlo por el color de su piel. Vio con estupor cómo algunos de los héroes de guerra como él, que ocupaban un escaño en el Senado o en la Cámara baja, eran humillados por ser negros o mulatos y a sus esposas no las invitaban a las recepciones oficiales, como sucedía con los congresistas blancos.

En 1906 se fue de nuevo a la ma­nigua, creyendo que aquella suble­vación iba a cambiar la situación exis­tente. Pronto se convenció de que todo era un rejuego politiquero, que nada iba a cambiar. Solo, con dos jóvenes sin experiencia de guerra (sus ayudantes, increíblemente, no se hallaban a su lado), una tropa gu­bernamental, guiada por un traidor, lo asesinó el 23 de agosto de 1906. Según su biógrafo principal, el historiador Abelardo Padrón, el cuerpo del viejo mambí recibió cuatro balazos y siete heridas de arma blanca, una de ellas en pleno rostro.

El odio del presidente Estrada Pal­ma y la alta burguesía cubana era tal que se prohibió enterrar al general Quintín en tumba propia y que se le colocaran flores. En el colmo de la irreverencia, exhibieron su cadáver al público cual si fuera una fiera ca­zada en un safari y se ordenó luego arrojarlo a una fosa común. Gracias a un cura bueno se rescataron sus restos para la posteridad.
Tomado de Granma

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