Con el pasar, las cosas van adquiriendo contornos, forma, color y cuerpo, y lo que parecía o era novedoso y extraño se convierte en algo familiar, como si siempre hubiera estado presente. Así, la ruta que un día inaugurara Carmelo pasó a ser un componente más, un recorrer y un destino habitual para todos, y la muestra de las posibilidades que se abrieron para salir en otras direcciones y otros destinos, hacia el norte y hacia el sur. Y el ejemplo de Manuel animó a otros a luchar contra piedras y maleza para acrecentar las tierras de cultivo. El Paco y sus hijos transformaron su taller de carretería en automovilístico y los de la Cooperativa se federaron con otras del contorno para compartir la comercialización y el transporte de sus productos. El Gobierno mejoró la carretera y construyó escuelas amplias, vistosas y soleadas, con patios donde expansionarse los niños, grandes aulas y biblioteca. Hubo quien se animó a poner una tienda de ultramarinos, de modo que las galletas, los chocolates, el bacalao, las sardinas arenques, los pescados en conserva, los fideos, las estrellas y las letras, aparecieron en los platos alternando con las sopas de leche o de tomate; se estableció una sastre, una modista y una peinadora, de modo que las más jóvenes cambiaron la seriedad de la blusa y la falda por vestidos de alegres colores, y los moños fueron cediendo el paso a los bucles y las ondas de los peinados de moda. Se construyó un dispensario donde el médico dispuso de instrumental y consulta para recibir a los enfermos, y se creó una plaza de practicante. Los avatares políticos eran cosa de Madrid y de las gentes de la ciudad; la propiedad de la tierra, aunque con desigualdad, estaba repartida y cada cual vivía de los suyo. Así, las novedades dejaron de serlo y se había instalado una forma de llevarse entre los dos bandos, cada uno en su taberna, cada uno con sus valores y gustos. Pero no faltaban los pequeños enfrentamientos, palabras o miradas, normalmente resueltos sin llegar a mayores, pero de los que no se van con facilidad sino que la memoria y el rencor los guardan en lo más recóndito del alma, allá donde quedan latentes y listos para saltar en el momento propicio.
¿Fue la ilusión? ¿Acaso la convicción? ¿La necesidad? Un día apareció Carmelo conduciendo el viejo REO. Remolcaba un no menos viejo Ford granate con el techo y los pasos de rueda negros. Volvía de Madrid, del último viaje de la temporada, Este tiene que echar a andar, le dijo a Paco, y a los pocos días se paseaba por la carretera, Vente conmigo a Madrid, le dijo a Dorotea, a dar una vuelta. Y una mañana los vieron subir al Ford. Llevaban una maleta. En la capital pasearon por la recién acabada Gran Vía. Dorotea miraba asombrada la magnificencia y altura del edificio de Telefónica, en la Red de San Luis, el lujo de los escaparates, las prisas de la gente, el ir y venir de los vehículos, el sonar de las bocinas. En el Paseo del Prado se hicieron un retrato. El fotógrafo les invitó a sonreír, aunque no era necesario pues la felicidad se encargaba de reír por ellos, de iluminarles la cara y elevarles el porte. Visitaron el Museo y el Jardín Botánico, y anduvieron por el Retiro. Salían por la noche, iban al teatro, al cine, a espectáculos de variedades, al café cantante. Se hospedaron en una pensión en el barrio de La Latina. Cuando volvían, después de escuchar el taconeo de los zapatos, de apagarse las risas con las bocas, de andar cogidos de la cintura como jóvenes amantes, se buscaban entre las sábanas y hacían al amor con desenfado y alegría, y se decían palabras de las que sólo ellos podían escuchar. Carmelo la enseñó a fumar y a beber whisky, No sé cómo te pueden gustar estas cosas, le decía entre gestos y toses, después de dar una calada y probar el licor. Pero luego se animaba y apuraba el cigarrillo y el vaso. Entonces los besos eran húmedos y las risas abiertas, sin temor, sin reparos. Habían ido a una tienda de modas y a la peinadora. Dorotea cambió el tono severo por vestidos de alegres colores, se cortó el pelo para lucir media melena y adornar su cabeza con ondas y bucles al gusto de la época, No, teñirme, no, prefiero mi pelo natural dijo a una indicación de la peluquera. En el pueblo no se había atrevido a cambiar; se veía mayor; pero en Madrid descubrió que una mujer madura no sólo es hermosa en la intimidad de la alcoba y en los brazos de su hombre. Comprobó que las telas y los colores realzaban las formas naturales, se adaptaban al cuerpo, y se mecían al compás del andar y su movimiento ¿Para qué queremos la República? Preguntó una vez, y en Madrid compartió la risa de las mujeres, asistió a los cafés donde bebían, charlaban, fumaban cigarrillos, celebraban los comentarios y no se amilanaban bajo las miradas de los hombres.
Pasaron los días como si fueran de agua o humo y una tarde el viejo Ford entró lento en el pueblo y paró en la Plaza. Bajaron del coche y Dorotea fue objeto de miradas y cuchicheos. Corrió la voz, y de forma directa o disimulada acudían a verla con la excusa de saludarla. Vieron a una mujer esbelta que lucía un vestido de color lila, hombreras marineras con ribete blanco, y corbata marinera también blanca; el bolso y los zapatos a juego. El cabello suelto y moldeado. Vieron a una Dorotea que se colgaba del brazo de Carmelo, a una Dorotea que había dejado en Madrid las viejas indumentarias y reaparecía como una mujer que hubiera recuperado la juventud. La noticia corrió como la pólvora y no se libró de la censura general; sólo las más jóvenes y atrevidas salieron en su defensa. Pero el tiempo tiene sus propias leyes, y algunas, con timidez primero, y de forma más abierta después, pasaron por la modista, a mirar los figurines, decían, pero ésta les indicaba lo que más las pudiera favorecer. Colores, géneros, modelos; para realzar o disminuir el busto, el cuello, las piernas, y, sobre todo, rescatar la juventud que aún atesoraban. Hasta que una, la primera, se atrevió.
Otra vez vinieron los fríos, y un domingo, cuando el sol está alto y se agradece un paseo, a la hora en que muchas familias salían de misa, o los que no asistían paseaban, o charlaban a la puerta o en el interior de las tabernas, la placidez del ambiente fue rota por una caravana de cuatro automóviles que, con estruendo, se aposentaron en la Plaza. Del interior bajaron muchachos jóvenes, despechugados y desafiando el frío. Vestían camisa azul, pantalones negros y botas altas. En el bolsillo izquierdo de la camisa se veía algo que de lejos parecía una araña y de cerca resultaba ser un haz de flechas. Uno de ellos se encaramó en el pretil y a voz en cuello habló de patria, destino, imperio, orden, Dios, Ya queda poco para salvar a la patria de la anarquía y restaurar el orden, camaradas, dijo. Los demás repartieron octavillas e hicieron extraños saludos. Gregoria y Manuel paseaban con el niño que, a sus cuatro años, correteaba y cogía papeles del suelo al tiempo que repetía, camaradas, camaradas…
Imagen tomada de Internet (http://ibytes.es/blog_historia_de_madrid_fotografias_1907-1965.html)
Gracias Emma por seguir deleitándonos con tus textos. Ya me he puesto al día, pero será por poco tiempo. Volveré a mi retiro alejada de ondas internautas.
Muchos besos, feliz verano… ¡a pesar del calor!
Muchos y fuertes besos, Isabel. Disfruta de ti y de los tuyos
Besos también para ti.
Creo que debemos andar todos en la misma dirección.
Gracias y un abrazo.
Ojalá podamos administrar esa rabia con coherencia y empecemos a poner orden por ambas partes.
El verano, por aquí, golpea fuerte y yo ya deseo volver de nuevo al mar. En dos días me iré a disfrutar de la brisa marina e imagino que mi presencia aquí se va a ralentizar, pero no me iré del todo.
Te dejo querida, un abrazo grande, grande que te lleve un poquito de esa brisa.
No quiero final para esta historia. Abrigo alguna esperanza en los hijos, esos sucesores naturales de la esperanza de los progenitores.
¡Qué maravilla leerte! Un abrazo que sueña con la historia.
Besos que saben a deseos de libertad.
Genial, Madame, … quedo, ansiosamente, esperando la próxima entrega
Muchas gracias por tus comentarios; la próxima entrega ya va tomando cuerpo.
Buenas noches, Enrique.
Un fuerte abrazo.