El invierno fue duro y frío. Los nacionales habían entrado en Barcelona y a duras penas, los rojos, como despectivamente les llamaban, resistían en Madrid, donde reinaba la confusión más absoluta, y en el corredor hacia Valencia y Alicante. En las tropas, rotas, se enseñoreaban el cansancio y la desmoralización. Los soldados tenían hambre.
Avistaron un caserón y casas de labor, como de una finca grande y bien abastecida, sin embargo se encontraron con una pareja de ancianos, una mujer todavía joven y media docena de criaturas. Cruzaron los soldados el portalón y una pareja se quedó guardando la puerta. Los hombres se sentaron en el suelo para dejar en él su agotamiento. Manuel se dirigió al hombre y le preguntó si tenían algo de comer, Se lo pagaremos, no tema, le dijo que le firmaría un papel detallando lo requisado, le aseguró que tarde o temprano el Gobierno se lo pagaría. Al decir esto pensaba en qué Gobierno, quién se haría cargo, cuando hayamos comido nos iremos y después vendrán otros militares que ya no serán de nuestro bando, y les pedirán comida o se la tratarán de quitar, como nosotros, y peor será que le encuentren el papel y le acusen de haber abastecido al enemigo, Bueno, venga, díganos dónde hay comida o la buscamos nosotros.
El hombre dijo que no había nada, las mujeres lloraban y juraban, pero los niños pedían a los soldados que les enseñaran el arma, y miraban con admiración a unos hombres abatidos y derrotados. Manuel ordenó a un sargento que cogiera unos hombres para inspeccionar corrales, cuadras, establos y cochiqueras. Aparecieron algunos huevos, patatas con los tallos crecidos, ocho gallinas, dos gallos, unas cuantas ovejas y un par de cochinas con sus crías. Manuel dijo al sargento que mataran a los animales que hiciera falta, sólo a los necesarios, dijo, que los prepararan y que la gente se hartara de comer. Al llegar la noche decidieron permanecer allí. Se nombraron las guardias y los demás durmieron. A la mañana siguiente cuando se despertaron comprobaron que los centinelas habían desaparecido, Se habrán pasado o entregado, dijo Manuel entre dientes. Ordenó levantar el campo e iniciar la marcha, a ver si podían enlazar con algún resto del Ejército. El comisario le pidió explicaciones sobre las deserciones dando grandes muestras de nerviosismo, Qué quiere que le diga. Se han ido y mañana lo harán otros; seguiremos nuestra marcha hasta enlazar con el Ejército, y si no, Y si no qué, Y si no ya veremos, Ya veremos qué, al comisario se lo veía demudado, Pues ya veremos si luchar o será mejor entregarse. Usted puede irse, Manuel ya estaba harto, no le voy a decir nada, pero ninguno de estos hombres se batirán para protegerlo, pero no ve cómo están. Si es cierto lo que se oye, el Gobierno se ha ido y los fachas avanzan hacia Alicante pisándonos los talones, si es que ya no nos han cortado la retirada, Eso es derrotismo, camarada, Eso es que hemos perdido, compañero. Y yo lo que tengo que hacer ahora es mantener con vida a todos estos hombres, eso es lo que tengo que hacer; así que si quiere se va; nosotros intentaremos coger el camino de Alicante para enlazar con los nuestros; pero si los fascistas lo han cortado ya veremos lo que hacemos.
Habían pasado el invierno manteniendo las posiciones. La artillería nacional no reparaba en gastos para someter a hostigamiento continuo a las líneas republicanas. El ataque enemigo, largamente anunciado, se recibió con alivio después de más de diez días de intenso bombardeo. Se les ordenó abandonar la posición y reagruparse en unas colinas dos kilómetros más atrás. Cuando llegaron no encontraron con quién reagruparse: habían quedado desconectados del resto si es que lo había. Los rebeldes ocuparon las posiciones abandonadas y no iniciaron persecución alguna. Se veía que no les corría prisa, que lo que quedaba del Ejército era un conjunto diseminado de gente perdida, desmoralizada y en desorden. Para localizar al mando y ver el estado de las comunicaciones Manuel ordenó a Marcial, un enlace menudo y listo como una ardilla, natural de un pueblo de Segovia, que inspeccionara la carretera y los alrededores siempre hacia el este, Capitán, la carretera está ocupada por los fascistas: unos van hacia Madrid y el grueso hacia Alicante: no se ve a nadie de los nuestros. Los que van hacia Madrid conducen columnas de prisioneros. Con este informe Manuel decidió marchar campo a través y trató de convencer a los hombres de que si andaban listos acabarían dando con los compañeros, que no todo estaba perdido, lo importante es reagruparse, les dijo. Pero la marcha, la fatiga, el desánimo, y sobre todo el hambre minaban la moral del grupo que de todos modos seguía confiando en él. Sobre todo temía la deserción y la desbandada. Una mañana, dos soldados pidieron permiso para rezagarse, tenían que hacer sus necesidades, le dijeron a uno de los sargentos, que correrían y les alcanzarían; no se reintegraron. Así marchaban cuando dieron con una casa de labor, Vamos, dijo Manuel, si hay algo lo cogemos pero a la gente no se le toca ni un pelo, salvo que nos ataquen o se resistan.
Al día siguiente, a eso de las cuatro y media de la tarde, avistaron una columna motorizada. En los costados de los carros y camiones se veía la bandera italiana. Estaban parados al borde de una carretera secundaria y parecían tener el objetivo de incorporarse al grueso del ejército, Son italianos, dijo Manuel bajando los prismáticos, vamos a esa hondonada, rápido. La hondonada era como la cávea de un teatro y con voz clara Manuel dijo que había que pensar en entregarse, Tienen fama de tratar mejor a los prisioneros, dijo. Eso en caso de que decidamos entregarnos; en caso contrario, seguiremos campo a través hasta donde podamos llegar; lo que no se me ocurre es que nos disolvamos aquí mismo: nos matarían como a conejos, este terreno no vale para esconderse, así que hay que tomar una decisión y rápido. La mayoría se inclinó por la rendición: estaban hartos de marchar sin esperanza y no tenían ganas de luchar. A los que no quisieron entregarse les dieron la comida y les desearon suerte. Pasada una hora, un sargento ató una camisa blanca al cañón del fusil, y la levantó agitó para que la vieran los de la carretera, Si nos disparan, nos defendemos, dijo Manuel, por lo menos nos llevaremos unos cuantos por delante. Pero nadie disparó, Salgan y entréguense, se oyó decir en un castellano con acento, no les pasará nada, salgan despacio y desarmados. El que gritaba tenía aspecto de oficial y para dar muestras de hablar en serio se adelantó unos pasos acompañado de dos soldados con el arma rendida. Fue cuando Manuel se adelantó y se dirigió hacia él y cuando lo tuvo enfrente lo saludó militarmente y le entregó la pistola. Los italianos recogieron las armas y les mandaron sentarse en círculo en una explanada. Un sargento miró la muñeca de Manuel y le señaló el reloj. Manuel comprendió, se quitó el reloj y se lo dio. Esa tarde acabó la guerra para Manuel, lo peor estaba por venir.
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